martes, 6 de abril de 2010

EL PINTOR DE LA VIDA MODERNA

Charles Baudelaire

I - Lo bello, la moda y la felicidad.

Hay en el mundo, y aún en el mundo de los artistas, gente que va al museo del Louvre, pasa rápidamente delante de una cantidad de cuadros muy interesantes, aunque de segundo orden, y, sin darles siquiera un vistazo se detiene soñadora delante de un Ticiano o un Rafael, uno de aquellos que las reproducciones han popularizado más. Luego parte satisfecho; más de uno diciendo: "conozco mi museo". Existen también aquellos que, habiendo leído antaño a Bossuet y a Racine, creen poseer la historia de la literatura.

Felizmente aparecen, de tanto en tanto, deshacedores de entuertos, aficionados, curiosos, que afirman que no todo está en Rafael ni en Racine, que los poetae minores tienen algo de bueno, de sólido y de delicioso que en definitiva amar tanto la belleza general que está expresada por los artistas clásicos implica cometer el error de descuidar la belleza particular, la belleza de circunstancia y los rasgos de costumbre, por decir que el mundo, desde hace muchos años, se ha modificado un poco.

El precio que los aficionados adjudican hoy a las gentilezas del último siglo, prueba que ha habido una reacción en el sentido hacia el cual se inclinaba la necesidad del público; Debucourt, los Saint Aubin, muchos otros, han entrado al diccionario de los artistas dignos de ser estudiados. Pero éstos representan el pasado; ahora bien, es en costumbres del presente donde quiero detenerme ahora. El pasado es interesante no sólo por la belleza que han sabido extraer los artistas para quienes era el presente, sino también como pasado, por su valor histórico. Ocurre lo mismo en el presente. El placer que extraemos de la representación del presente tiene en cuenta, no sólo la belleza de la cual puede estar revestido, sino también su cualidad esencial de presente.

Tengo ante mí una serie de grabados de modas que comienzan con la Revolución y terminan aproximadamente en el Consulado. Estas vestimentas hacen reír a la gente irreflexiva, a la gente grave sin verdadera gravedad presentan un encanto de doble naturaleza, artística e histórica. Muy a menudo están bella y espiritualmente diseñados, pero lo que a mí me importa igual o más y lo que me siento feliz de reencontrar en todos, o en casi todos es la moral y la estética del tiempo. La idea que el hombre se hace de lo bello se imprime en todo su porte. Pliega o endurece su vestimenta, redondea o alisa su gesto, e incluso penetra sutilmente, a la larga, los rasgos de su rostro. El hombre termina por parecerse a lo que querría ser. Estos grabados pueden ser traducidos en bello y feo; en feo se vuelven caricaturas, en bello, estatuas antiguas.

Las mujeres que estaban cubiertas con estos ropajes se parecían más o menos unas a otras; según el grado de poesía o de vulgaridad en el que estuvieran enmarcadas. La materia viviente volvía ondulante aquello que nos parece demasiado rígido. La imaginación del espectador puede aún hoy hacer, mover y temblar esta túnica y este chal. Uno de estos días, es probable aparecerá, en un teatro cualquiera un drama donde veremos la resurrección de esos ropajes bajo los cuales nuestros padres se encontraban encantadores, como nosotros mismos en nuestras pobres vestimentas (las que tienen también su gracia, es verdad, pero de una naturaleza más ética y espiritual) y, si están llevados y animados por comediantes inteligentes, nos sorprenderemos de haber podido reír tan atolondradamente. El pasado, al guardar todo lo picante del fantasma, retomará nuevamente la luz y el movimiento de la vida y se transformará en presente.

Si un hombre imparcial hojeara una a una todas las modas francesas desde el origen de Francia hasta el presente; no encontraría nada chocante ni sorprendente. Las transiciones estarían allí cuidadas con tanta abundancia como en la escala del mundo animal. Ninguna laguna; por lo tanto, ninguna sorpresa. Y, si le agregara a la viñeta que representa cada pensamiento filosófico que la ocupaba y agitaba más, pensamiento que sugiere inevitablemente la viñeta, vería qué profunda armonía rige los elementos de la historia, y que aún en los siglos que nos parecen monstruosos y más locos, el inmortal apetito de lo bello ha encontrado siempre su satisfacción.

He aquí una linda ocasión, en verdad, para establecer una teoría racional e histórica de lo bello, en oposición a la teoría de lo bello absoluto para mostrar que lo bello es siempre, inevitablemente, de doble composición, aunque la impresión que produzca sea una porque la dificultad de discernir los elementos variables de lo bello dentro de la unidad de la impresión no invalida en nada la necesidad de la variedad ‚ en su composición. Lo bello está formado de un elemento eterno, invariable, cuya cantidad es excesivamente difícil de determinar, y de un elemento relativo, circunstancial que será, si se quiere, de tanto en tanto, o en su conjunto, la época, la moda, la moral, la pasión. Sin este segundo elemento, que es como la envoltura divertida, titilante, aperitiva del postre divino, el primer elemento sería indigerible, inapreciable, no adaptado y no apropiado a la naturaleza humana. Desafío a que alguien descubra un ejemplo cualquiera de belleza que tenga estos dos elementos.

Elijo, si se quiere, los dos escalones extremos de la historia. En el arte hierático la dualidad se hace ver a primera vista; la parte eterna no se manifiesta más que con el permiso y bajo la regla de la religión a la que pertenece el artista. En la obra más frívola de un artista perteneciente a una de esas épocas que calificamos demasiado vanidosas civilizadas. La dualidad se muestra igualmente; la porción eterna estará, al mismo tiempo velada y expresada, sino por la moda al menos por el temperamento particular del autor. La dualidad del arte, es una condición fatal de la dualidad del hombre. Consideren ustedes, si quieren, la parte eternamente subsistente como al alma del arte y al elemento variable como a su cuerpo. Es por esto que Stendhal, espíritu impertinente atrevido, aún repugnante, pero cuyas impertinencias provocan útilmente la reflexión, se ha acercado a la verdad más que muchos otros diciendo que lo Bello no es más que la promesa de la felicidad. Sin duda esta definición va más allá de su objetivo. Somete demasiado a lo bello al ideal infinitamente variable de la felicidad; despoja demasiado ligeramente a lo bello de su carácter aristocrático, pero tiene el gran mérito de alejarse decididamente del error de los académicos.

Más de una, vez ya expliqué estas cosas; estas líneas dicen bastante para quienes aman estos juegos del pensamiento abstracto; pero sé que los lectores franceses, en su mayoría, no se complacen en absoluto con esto y yo mismo me apresuro a entrar en la parte positiva y real de mi tema.

II. El croquis de costumbres

Para el croquis de costumbres, la representación de la vida burguesa y los espectáculos de la moda, el medio más expeditivo -y el menos costoso- es evidentemente el mejor. Cuanta más belleza ponga allí el artista más preciosa será la obra; pero en la vida corriente, en la metamorfosis diaria de las cosas exteriores, hay un movimiento rápido que lleva a una igual velocidad de ejecución. Los grabados de tonos múltiples del siglo XVII obtienen, como ya dije, el favor de la moda, el pastel, el aguafuerte, el aguatinta, de tanto en tanto proporcionan su aporte a este inmenso diccionario de la vida moderna diseminado en las bibliotecas, en los bocetos de los aficionados y por último en las vitrinas de los comercios vulgares. Desde que apareció la litografía, se mostró en seguida en extremo apta para esta enorme tarea, tan frívola en apariencia. Nosotros tenemos en este género verdaderos monumentos. Se ha llamado justamente a las obras de Gavarni (y de Daumier los complementos de la Comedia Humana). El mismo Balzac, estoy en absoluto convencido, no hubiera estado lejos de adoptar esta idea que es tanto más justa, cuanto el genio del artista pintor de costumbres es de naturaleza mixta, es decir, que en él entra una buena parte de espíritu literario. Observador, curioso, filósofo, llámenlo como ustedes quieran; pero serán llevados ciertamente, para caracterizar a este artista, a calificarlo con un epíteto que no se podría aplicar al pintor de las cosas eternas, o al menos durables, ni al de las cosas heroicas, o religiosas. A veces él es poeta; más a menudo se aproxima al novelista o al moralista; es el pintor de la circunstancia y de todo lo que ello sugiere de eterno. Cada país, para su placer y su gloria y ha poseído algunos de esos hombres. En nuestra época, a los de Daumier, los primeros nombres que se presentan a la memoria, se puede agregar los de Déverin, Maurin, Numa, historiadores de los favores fraudulentos de la Restauración. Wattier, Tassaert, Eugene Lami, éste casi inglés en su amor por lo aristocrático, y hasta esos cronistas de la pobreza y de la vida pequeña, Trimolet y Travies, caricaturistas.

II. El artista, hombre de mundo, hombre de multitud

Quiero hablar ahora al público de un hombre singular, originalidad tan poderosa y decidida que se basta a sí misma y no busca ni siquiera la aprobación. Ninguno de sus dibujos está firmado, si puede llamarse firmar a esas pocas letras fáciles de imitar, que representan un nombre y que tan fastuosamente colocan bajo sus croquis más descuidados. Pero todas sus obras están firmadas por su espíritu brillante y los entendidos que las han visto y apreciado las reconocerán tan fácilmente a través de la descripción que quiero hacer. Gran enamorado de la multitud y del incógnito, G. lleva la originalidad casi hasta la modestia. Thackeray que, como se sabe, se interesa por las cosas del arte, y que dibuja él mismo las ilustraciones de sus novelas, habló un día de G, en un pequeño diario de Londres. Este se molestó como si fuese un ultraje a su pudor. Aún ahora, cuando supo que me proponía hacer una apreciación de su ingenio y de su talento, me suplicó de modo bastante imperioso que suprimiera su nombre y que no hablase de sus obras más que como de las obras de un anónimo.

Obedeceré humildemente este raro deseo. Fingiremos creer, el lector y yo, que G, no existe y nos ocuparemos de sus dibujos y acuarelas, por los cuales profesa un desdén de patricio, como harían los sabios que tuvieran que juzgar preciosos documentos históricos suministrados por el azar debe permanecer eternamente desconocido. E incluso, para tranquilizar completamente mi conciencia, se supondrá que todo lo que tengo de su naturaleza, tan curiosa y tan misteriosamente brillante, es más o menos sugerido por las obras en cuestión. Pura hipótesis poética, conjetura, trabajo de imaginación.

G, es viejo. Jean- Jacques (Rousseau) comenzó a escribir, se dice, a los cuarenta y dos años. Fue probablemente a esta edad que G., obsesionado por todas las imágenes que llenaban su cerebro, tuvo la audacia de lanzar sobre una hoja blanca, tinta y colores. A decir verdad, dibujaba como un bárbaro, como un niño, enfadándose por la torpeza de sus dedos y la indocilidad de su herramienta. He visto gran número de esos garabatos primitivos, y la mayor parte de la gente que se reconoce en ellos, o pretende reconocerse, no habría podido, sin deshonor, descubrir el genio latente en esos tenebrosos esbozos. Hoy, que G, ha encontrado, por sí solo las más pequeñas trampas del oficio y que ha realizado sin consejos, su ilusión, se ha vuelto un poderoso maestro, a su manera, y no ha abandonado la primera ingenuidad más que lo que había que agregar a sus ricas facultades un condimento inesperado. Cuando encuentra uno de esos ensayos de su juventud lo rompe y lo quema con una vergüenza y una indignación de lo más divertidas.

Durante diez años he deseado conocer a G, que es, por naturaleza, muy viajero y cosmopolita. Sabía que había estado largo tiempo ligado a un diario inglés ilustrado, y que allí se habían publicado grabados tomados de sus croquis de viaje (España, Turquía, Crimea). He visto después una cantidad considerable de esos improvisados dibujos en los mismos lugares, y he podido leer así un informe minucioso y diario de la campaña de Crimea preferible a cualquier otro. El mismo diario había publicado también, siempre sin firma, numerosas composiciones del mismo autor, inspiradas en los ballets y óperas nuevas. Cuando al fin lo encontré, vi desde un principio que no estaba frente a un artista, precisamente, sino más bien ante un hombre de mundo. Les ruego que comprendan aquí la palabra artista en un sentido muy restringido, y la expresión hombre de mundo en sentido muy amplio. Hombre de mundo, es decir hombre del mundo entero, hombre que comprende al mundo las razones misteriosas y legítimas de todas sus costumbres; artista -vale decir hombre ligado a su paleta como el siervo a la gleba. G. no quiere ser llamado artista. ¿No tiene un poco de razón?. Se interesa por el mundo entero; quiere saber, comprender, apreciar todo lo que ocurre en la superficie de nuestro esferoide. El artista vive muy poco -nada casi-, en el mundo ético y político. Quien habita en el barrio de Breda ignora lo que pasa en el faugourg Saint-Germain. Salvo dos o tres excepciones que es inútil citar, la mayor parte de los artistas son, es necesario decirlo, incultos muy hábiles, simples obreros, inteligencias pueblerinas, mentalidades de aldea. Su conversación, forzosamente limitada a un círculo muy estrecho, se vuelve, muy rápido, insoportable al hombre de mundo, al espiritual ciudadano del universo.

Así, para iniciar la comprensión de G., de inmediato tomen nota de esto: de que la curiosidad puede ser considerada como el punto de partida de su genio. ¿Recuerdan un cuadro, ¡es un cuadro!, escrito por la pluma más vigorosa de esta época y que lleva por título “El hombre de las multitudes“. Detrás del vidrio de un café un convaleciente que contempla a la muchedumbre con placer, se mezcla a través del pensamiento a todos los pensamientos que se agitan alrededor de él. Vuelto recientemente de las sombras de la muerte aspira con delicia todos los gérmenes y efluvios de la vida; como ha estado a punto de olvidarlo todo, recuerda y quiere con ardor acordarse de todo. Finalmente, se precipita a través de esa multitud en busca de un desconocido cuya fisonomía, entrevista en un abrir y cerrar de ojos lo ha fascinado. ¡La curiosidad se ha vuelto una pasión fatal, irresistible!.

Imaginen un artista que estuviera siempre espiritualmente en el estado de un convaleciente y tendrán la clave del carácter de G. Ahora bien, la convalecencia es como un retorno a la infancia. El convaleciente disfruta, en el más alto grado, como el niño, de la facultad de interesarse vivamente por las cosas, aún las más triviales en apariencia. Remontémonos, si se puede, por un esfuerzo retrospectivo de la imaginación, hacia nuestras más jóvenes, nuestras más matinales impresiones, y reconoceremos que tenían un singular parentesco con las impresiones tan vivamente coloreadas, que recibimos más tarde, luego de una enfermedad física, siempre que esta enfermedad haya dejado puras e intactas nuestras facultades espirituales. El niño ve todo como novedad; está siempre ebrio. Nada se parece más a lo que se llama la inspiración que la alegría con que el niño absorbe la forma y el color. Osaré ir más lejos; afirmo que la inspiración tiene alguna relación con la congestión, y que todo pensamiento sublime está acompañado de una sacudida nerviosa más o menos fuerte, que resuena hasta en el cerebro. El hombre de genio tiene los nervios sólidos; el niño los tiene débiles. En uno la razón ha tomado un lugar considerable; en el otro la sensibilidad ocupa casi todo el ser. Pero el genio no es más que la infancia reencontrada a voluntad, la infancia ahora dotada, para expresarse, de órganos viriles y del espíritu analítico que le permite ordenar la suma de materiales involuntariamente acumulados. A esta curiosidad profunda y gozosa es a la que se necesita atribuir la mirada fija y animalmente estática de los niños delante de lo nuevo, ya sea rostro o paisaje, luz, dorados, telas tornasoladas, encanto de la belleza embellecida por el arreglo. Uno de mis amigos me decía un día que siendo muy pequeño, asistía a la toilette de su padre, y que contemplaba entonces con un estupor mezclado de delicia los músculos de los brazos, las gradaciones de color de la piel matizada de rosa y amarillo, y la red azulada de las venas. El cuadro de la vida exterior le llenaba de respeto y ganaba su mente. Ya la forma lo obsesionaba y lo poseía. La predestinación asomaba precozmente. La condenación se había cumplido. ¿Tengo necesidad de decir que este niño es hoy un pintor célebre?.

Les rogué, hace un momento, que considerasen a G, como a un eterno convaleciente; para completar su concepción, tómenlo también como un hombre-niño, como un hombre que posee minuto a minuto el genio de la infancia vale decir un genio para el que ningún aspecto de la vida se debilita. Les he dicho que me repugnaba llamarlo un artista puro y que él se defendía de este título con una modestia matizada de pudor aristocrático. Lo llamaría de buena gana un dandy y tendría para ello algunas buenas razones porque la palabra dandy implica una quintaesencia de carácter y una inteligencia sutil de todo el mecanismo moral de este mundo; pero, desde otro punto de vista, el dandy aspira a la insensibilidad y es por- esto que G., que está dominado por una pasión insaciable-, la de ver y de sentir, se aleja violentamente del dandysmo. Amabam amare, decía San Agustín. "Amo apasionadamente a la pasión" diría de buena gana G. El dandy está hastiado, o finge estarlo por la política y razón de casta. G. tiene horror de la gente hastiada. Posee el tan difícil arte (los espíritus selectos me comprenderán) de ser sincero sin ridiculez. Le conferí el nombre de filósofo al que tiene derecho por más de un título, si su amor excesivo por las cosas visibles, tangibles, condensadas en estado plástico, no le inspirase una cierta repugnancia por aquellas que forman el reino impalpable del metafísico. Reduzcámoslo entonces a la condición de puro moralista pintoresco, como La Bruyere.

La multitud es su dominio, como el aire es el del pájaro, como el agua el del pez. Su pasión y su profesión es desposarse con la multitud. Para el perfecto vagabundo, para el observador apasiona o, no hay placer más grande que elegir domicilio entre la multitud, en lo ondulante, en el movimiento, en lo fugitivo y lo infinito. Estar fuera de su casa y sin embargo sentirse en todas partes en su casa; ver el mundo, estar en el centro del mundo y permanecer escondido para el mundo; tales son algunos de los placeres menores de estos espíritus independientes, apasionados, imparciales, que la lengua no puede más que definir torpemente. El observador es un príncipe que goza en todas partes con su incógnito.

El aficionado a la vida hace del mundo su familia, como el aficionado del bello sexo la compone con todas las bellezas encontradas, encontrables e inencontrables. como el aficionado a los cuadros vive en una sociedad embrujada por sueños pintados en la tela. Así el enamorado de la vida universal entra en la multitud como en un inmenso depósito de electricidad. en el tumulto de la libertad humana. Se lo puede comparar con un espejo tan inmenso como esa multitud; con un caleidoscopio dotado de conciencia que, en cada movimiento, representa la vida múltiple y la gracia movediza de todos los elementos de la vida. Es un yo insaciable de no- yo, que, a cada instante; lo toma y lo expresa en imágenes más vívidas que la vida misma, siempre inestable y fugitiva. "Todo hombre -decía un día G. en una de esas conversaciones que él ilumina con una mirada intensa un gesto evocador-, todo hombre que no está abrumado por una de esas tristezas de naturaleza demasiado positiva como para no absorber todas las facultades, y que se aburre en el seno de la multitud, es un imbécil. ¡ Un imbécil! ¡Y los desprecio!".

Cuando, al despertarse, G. abre los ojos y ve que el sol hiriente toma por asalto los cristales de las ventanas, se dice con remordimiento, con reproche: "¡Qué orden imperioso! ¡Qué fanfarria de luz! ¡Desde hace ya muchas horas, luz por todas partes! ¡ Luz perdida durante mi sueño! ¡Qué de cosas esclarecidas hubiera podido ver y no he visto !" Y sale. Y mira correr el torrente de la vitalidad tan majestuoso y brillante. Admira la -eterna belleza y la asombrosa armonía de la vida en las capitales, armonía tan providencialmente mantenida en el tumulto de la libertad humana. Contempla los paisajes de la gran ciudad, paisajes de piedra acariciados por la bruma o golpeados por las bofetadas del sol. Goza con las bellas comitivas, los altivos caballos, la limpieza brillante de los pajes; la destreza de los criados, el caminar de las mujeres ondulantes, con los bellos niños, felices de vivir y de estar bien vestidos; en una palabra con la vida universal. Si una moda, si el corte de la vestimenta, ha sido ligeramente transformado, si los moños; si los bucles han sido destronados por las cocardas, si la cinta del sombrero se ha alargado y el rodete ha descendido una onda más sobre la nuca, si la cintura ha sido elevada y la falda ampliada, créanme que a una enorme distancia su mirada de águila ya lo ha descubierto. Pasa un regimiento que va tal vez al fin del mundo, lanzando al aire de los bulevares sus fanfarrias contagiosas y frívolas como la esperanza, y he aquí que la mirada de G. ya ha visto, inspeccionado, analizando las armas, la marea humana, la fisonomía de este conjunto: arneses, centelleos, música, miradas decididas, bigotes abundantes y severos, todo lo penetra confusamente mezclado; y en pocos minutos, el poema que de allí resulta estará virtualmente compuesto. ¡Y he aquí que su alma vive con el alma de este regimiento que marcha como un solo animal, altiva imagen de la alegría en la obediencia!.

Pero la noche ha caído. Es la hora extraña y dudosa en que las cortinas del cielo se cierran y las ciudades se alumbran. La luz de gas pone una mancha sobre la púrpura del poniente. Honestos o deshonestos, razonables o locos, los hombres se dicen: "¡Por fin la jornada ha terminado!". Los prudentes- y los seres malvados piensan en el placer y cada uno corre al lugar de elección a beber la copa del olvido. ¡G. permanecerá hasta el fin en todo lugar donde pueda resplandecer la luz, resonar la poesía; hormiguear la vida, ahí donde una pasión puede osar para su mirada; allí, donde el hombre natural y el hombre convencional se muestran en una rara belleza, en todo lugar donde el sol ilumine los goces rápidos del animal depravado!". Este es, en verdad, un día bien empleado" se dice cierto lector que todos hemos conocido, “cada uno de nosotros tiene bastante genio como para emplearlo de la misma manera". ¡No! Pocos hombres están dotados de la facultad de ver; y hay aún menos que posean el poder de expresar. Ahora, a la hora en que los otros duermen, éste está inclinado sobre su mesa, clavando sobre una. hoja de papel la misma mirada que fijara hace un momento sobre las cosas, -esforzándose con su lápiz, su pluma, su pincel, salpicando agua hasta el techo, limpiando la pluma en la camisa, apremiante, violento; activo, como si temiera que las imágenes se le escapasen, pendenciero aunque solitario; forzándose a sí mismo. Y las cosas renacen en el papel, naturales y más que naturales, bellas y más que bellas, singulares y dotadas de una vida entusiasta como el alma del autor. La fantasmagoría ha sido extraída de la naturaleza. ¡Todos los materiales con los que se ha abarrotado la memoria, se clasifican, se ubican; se armonizan y experimentan esa idealización forzada que es el resultado de una percepción infantil, es decir, de una percepción aguda, mágica, a fuerza de ingenua.

lV - La modernidad

De este modo ya; corre; busca. ¿Qué busca? Este hombre tal como lo he pintado, este solitario dotado de una imaginación activa, siempre viajando a través del gran desierto de los hombres, con toda seguridad tiene un fin más elevado que el de un simple curioso, un fin más general, distinto del placer fugitivo de la circunstancia. Busca esa cierta cosa que se nos permitirá llamar modernidad porque no se encuentra una palabra mejor para expresar la idea en cuestión. Para él se trata de extraer de la moda lo que ella puede contener de poético dentro de lo histórico, de sacar lo eterno de lo transitorio. Si lanzamos una mirada sobre nuestras exposiciones de cuadros modernos, nos sorprendemos de la tendencia general de los artistas a vestir a todos los personajes con trajes antiguos. Casi todos utilizan las modas y muebles del Renacimiento, como David usaba las modas y muebles romanos. Existe sin embargo esta diferencia: que David, al elegir en particular temas griegos o romanos, no podía hacer otra cosa que vestirlos a la antigua. En tanto que los pintores actuales mientras eligen temas de naturaleza general, aplicables a todas las épocas, se obstinan en ridiculizarlos con vestimentas de la Edad Media, del Renacimiento, o de Oriente. Este es, evidentemente, un signo de enorme pereza, porque es mucho más cómodo declarar que todo es absolutamente feo en la vestimenta de una época; que aplicarse a extraer de ella la belleza misteriosa que puede contener por mínima y trivial que sea. La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno e inmutable. Ha habido una modernidad para cada pintor antiguo; la mayor parte de los bellos retratos que nos quedan de tiempos anteriores están cubiertos por ropajes de su época. Son perfectamente armoniosos, porque el vestido, el peinado, y aún el gesto, la mirada y la sonrisa (cada época tiene su aspecto, su mirada y su sonrisa) forman un todo de completa vitalidad. Ustedes no tienen derecho a despreciar o pasar por alto este elemento transitorio, fugitivo, cuyas metamorfosis son tan frecuentes. Suprimiéndolo, caerán por fuerza en el vacío de una belleza abstracta e indefinible, como aquélla de la única mujer antes del primer pecado. Si al traje de la época, que se impone necesariamente, lo sustituyen por otro; caen en un contrasentido que no puede tener excusa más que en el caso de una mascarada deseada por la época. Así, las diosas, las ninfas y las sultanas del siglo dieciocho son retratos moralmente parecidos.

Es sin duda excelente estudiar los antiguos maestros para aprender a pintar, pero esto no puede ser más que un ejercicio superfluo, si el fin de ustedes es comprender el carácter de la belleza presente. Los drapeados de Rubens o de Veronese no les enseñarán a hacer moire antique ni satin à la reine, o cualquier otra tela de nuestras fábricas, levantada, balanceada por la crinolina o las enaguas de muselina almidonada. El tejido y el hilado no son los mismos en las telas de la antigua Venecia que en las llevadas en la de Catalina. Agreguemos también que el corte de la falda y de la blusa es absolutamente diferente, que los pliegues están dispuestos dentro de un sistema nuevo, y por último, que el gesto y el porte de la mujer actual dan al vestido una vida y una fisonomía que no son los de la mujer antigua. En una palabra, para que toda modernidad sea digna de volverse antigüedad, es necesario que haya sido extraída la belleza misteriosa que la vida humana pone en ella involuntariamente. A esta tarea se aplica G. particularmente.

Dije que cada época tenía su porte, su mirada, su gesto. Es sobre todo en una vasta galería de retratos (la de Versalles, por ejemplo) que estaproposición se vuelve fácil de verificar. Pero puede extenderse más lejos todavía. En la unidad que se llama nación; las profesiones, las castas, los siglos, introducen la variedad, no sólo en los gestos y en las maneras, sino también en la forma positiva del rostro. Tal nariz, tal boca, tal frente, reemplazan el intervalo de una duración que no pretendo determinar aquí, pero que ciertamente puede ser sometida a un cálculo. Tales consideraciones, no son bastante familiares a los retratistas; y el gran defecto de Ingres, en particular, de querer imponer a cada tipo que pasa ante sus ojos un perfeccionismo más o menos completo, vale decir más o menos despótico, tomado del repertorio de las ideas clásicas. Es semejante materia, sería fácil y aún legítimo razonar a priori. La correlación perpetua de eso que se llama alma con eso que se llama cuerpo explica muy bien cómo todo lo que es material o efluvio de lo espiritual representa y representará siempre lo espiritual de donde deriva. Si un pintor paciente y minucioso, pero de una imaginación mediocre, teniendo que pintar una cortesana de hoy se inspira (ésta es la palabra consagrada), en una cortesana de Ticiano o de Rafael, es muy probable que haga una obra falsa, ambigua y oscura. El estudio de una obra maestra de ese tiempo y de ese género, no le enseñará ni la actitud, ni la mirada, ni el gesto, ni el aspecto vital de una de esas criaturas que el diccionario de la moda ha clasificado sucesivamente con los burdos o jocosos títulos de impuras, mantenidas, lorettes o biches.

La misma crítica se aplica rigurosamente al estudio del militar, del dandy, del animal, perro o caballo, y de todo lo que compone la vida exterior de un siglo. ¡Desdichado aquél que no estudia en lo antiguo el arte puro, la lógica, el método general! Por haberse sumergido demasiado en ello, pierde la memoria del presente, abdica del valor y de los privilegios suministrados por la circunstancia, porque casi toda nuestra originalidad viene del sello que el tiempo imprime a nuestras sensaciones. El lector comprende de antemano que podría verificar fácilmente mis aseveraciones sobre numerosos temas además del de la mujer. ¿Qué dirían ustedes, por ejemplo, de un pintor de mar (llevo la hipótesis al extremo) que, debiendo reproducir la belleza sobria y elegante del navío moderno, cansase sus ojos en estudiar las formas recargadas, contorneadas, la popa monumental de un navío antiguo y los velámenes complicados del siglo dieciséis?. ¿Y qué pensarían de un artista a quien hubieran encargado hacer el retrato de un pura sangre, célebre en las solemnidades del turf, que limitara su contemplación a los museos y se contentase con observar al caballo en las galerías del pasado, en Van Dyck; Bourgnon o Van der Meulen?.

G., guiado por la naturaleza, tiranizado por las circunstancias, ha seguido una ruta totalmente diferente. Ha comenzado por contemplar la vida, y no se ha ingeniado más que bastante tarde en aprender los medios de expresar la vida. De aquí resultó una originalidad sorprendente, en la cual lo que puede mantenerse bárbaro e ingenuo aparece como una prueba novedosa de obediencia a la impresión, como un halago a la verdad. Para la mayor parte de nosotros, sobre todo para la gente de negocios, a cuyos ojos no existe la naturaleza salvo en la relación de utilidad con sus asuntos, lo fantástico real de la vida está singularmente debilitado. G. lo absorbe sin cesar; tiene la memoria y los ojos llenos de él.

V. El arte mnemónico

Esa palabra barbarie, que tal vez ha acudido con exceso a mi pluma podría inducir a algunas personas a creer que se trata aquí de dibujos informes que sólo la imaginación del espectador sabe transformar en cosas perfectas. Esto sería comprenderme mal. Quiero hablar de una barbarie inevitable, sintética, infantil; que permanece a menudo visible en un arte perfecto (mejicano, egipcio o ninivita) y que deriva de la necesidad de ver las cosas en grande, de considerarlas sobre todo en su efecto de conjunto. No es superfluo observar ahora que la mayoría de la gente. ha acusado de barbarie a todos los pintores cuya mirada sintetiza y abrevia; por ejemplo Corot; que, en primer lugar, se aplica a trazar las líneas principales de un paisaje; su esqueleto y su fisonomía. De este modo G, al traducir fielmente sus propias impresiones señala con una energía instintiva los puntos culminantes o luminosos de un objeto (pueden ser culminantes o luminosos desde el punto de vista dramático). O sus principales características, alguna vez hasta con una exageración útil para la memoria humana; y la imaginación del espectador, que experimenta a su vez esta mnemotecnia tan despótica, ve con nitidez la impresión producida por las cosas en el espíritu de G. El espectador es aquí el traductor de una versión siempre clara y embriagadora.

Existe una condición que agrega mucho a la fuerza vital de esta traducción legendaria de la vida exterior. Deseo hablar del método de dibujar de G. Dibuja de memoria, y no según el modelo, salvo en el caso (la guerra de Crimea, por ejemplo) en que tiene necesidad urgente de tomar notas al instante, precipitadas, y de fijar las líneas principales de un tema. En realidad, todos los buenos y verdaderos dibujantes, dibujan según la imagen escrita en su cerebro y no según la naturaleza. Si se nos objetan los admirables croquis de Rafael, de Watteau y de muchos otros diremos que se trata de notas muy minuciosas, es verdad, pero notas puras. Cuando un verdadero artista ha llegado a la ejecución definitiva de su obra, el modelo será para él una molestia más que una ayuda. Hasta sucede que hombres como Daumier y G. Habituados hace mucho tiempo atrás a ejercitar su memoria y a llenarla de imágenes encuentran su facultad esencial turbada y como paralizada frente al modelo y la multiplicidad de detalles que contiene.

Se establece entonces un duelo entre la voluntad de ver todo y de no olvidar nada y la facultad de la memoria que ha tomado el hábito de absorber vivamente el color general y la silueta; el arabesco del contorno. Un artista que posee el perfecto sentimiento de la forma, pero acostumbrado a ejercitar sobre todo su memoria y su imaginación, se encuentra en ese caso como asaltado por un tumulto de detalles, que piden justicia con la furia de una multitud ansiosa de igualdad absoluta. Toda justicia se encuentra forzosamente violada toda armonía, destruida, sacrificada; mucha trivialidad se agranda; mucha pequeñez se torna usurpadora. Cuanto más se inclina el artista con imparcialidad sobre el detalle, más aumenta la anarquía. Sea aquél miope o présbite de toda jerarquía y toda subordinación desaparecen. Es un accidente que se presenta a menudo en las obras de uno de nuestros pintores más en boga, cuyos defectos, por otra parte, se acuerdan tan bien a los defectos de la multitud, que han servido singularmente a su popularidad, igual analogía se puede observar en la práctica del arte del actor, arte tan misterioso, tan profundo, caído hoy en la confusión de la decadencia. Fréderick-Lemétre compone un papel con la amplitud y la grandeza del genio, por brillante que sea su juego en detalles luminosos, permanece siempre sintético y escultural. Bouffe compone los suyos con una minucia de miope y de burócrata. En él todo esta hace ver, nada quiere ser conservado por la memoria.

Es así como en la elaboración de G, se evidencian dos cosas: la primera, una contención de memoria resucitadora, evocadora, una memoria que responde en cada caso: "¡Lázaro, levántate!"; la segunda, un fuego, una ebriedad de lápiz, de pincel que se parecen casi al furor. Es el temor a no ir demasiado rápido, a dejar escapar el fantasma antes de que la síntesis sea extraída y captada; es ese terrible temor que posee a todos los grandes artistas y que los hace desear tan ardientemente apropiarse de todos los medios de expresión para que jamás las órdenes del espíritu sean alteradas por las vacilaciones de la mano; para que finalmente la ejecución, vuelva tan inconsciente, tan natural como lo es la digestión para el cerebro del hombre de buena salud que ha cenado. G, comienza por leves indicaciones al lápiz, que no marcan más que el lugar que los objetos deben tener en el espacio. Los planos principales están indicados en seguida por tintes aguados; por conjuntos vaga, ligeramente coloreados al principio, pero retomados más tarde y cargados sucesivamente de colores más intensos. A último momento el contorno de los objetos está definitivamente esbozado por la tinta. A menos de haberlos visto, no pueden imaginarse los efectos sorprendentes que ha podido obtener por medio de ese método tan simple y casi elemental. Tiene esta incomparable ventaja: que en cada momento de su progresión, todo dibujo tiene el aspecto de estar suficientemente terminado; ustedes le darán el nombre de esbozo, pero de esbozo perfecto. Todos los valores están allí en plena armonía y si se los quiere llevar más lejos, irán siempre de frente hacia el perfeccionamiento deseado. De este modo, prepara veinte diseños con una petulancia y una alegría encantadoras, divertidas hasta para él; los croquis se apilan y se superponen por docenas, por centenas, por millares De cuando en cuando, los recorre, los hojea, los examina, y después elige algunos en los cuales aumenta más o menos la intensidad, carga las sombras e intensifica progresivamente la luz. Otorga una inmensa importancia a los fondos, que, vigorosos ves, poseen siempre una calidad y una naturaleza apropiadas a las figuras. La gama de los tonos y la armonía general están estrictamente observadas, con genio que deriva mucho más del instinto que del estudio. Porque G. posee naturalmente ese misterioso talento del colorista, verdadero don que el estudio puede acrecentar, pero que pienso resulta impotente para crear por sí solo. Sintetizando, nuestro singular artista expresa a la vez el gesto la actitud solemne o grotesca de los seres y su luminosa expresión en el espacio.

VIII. El militar

Para definir una vez más el género de temas preferido por el artista diremos que es la pompa de la vida; tal como se ofrece en las capitales del mundo civilizado, la pompa de la vida militar, de la vida elegante; de la vida galante. Nuestro observador, está siempre exacto en su puesto, allí donde desatan los deseos profundos e impetuosos; los Orinocos del corazón humano, la guerra; el amor, el juego; en todo lugar donde se agitan las fiestas y las ficciones que representan esos grandes elementos de la felicidad y del infortunio. Pero muestra una muy marcada predilección por el militar, por el soldado y creo que esta inclinación deriva no sólo de las virtudes y cualidades que transparentan forzosamente del alma del guerrero en su porte y su rostro sino también por el ornato llamativo de que lo reviste su profesión. Paul Molénes ha escrito algunas páginas tan encantadoras -como sensatas, sobre la coquetería militar y sobre el sentido ético de esos trajes brillantes con los cuales todos los gobiernos se complacen en vestir a sus tropas-. G, firmaría de buena gana esas líneas.

Hablamos ya del idiotismo de belleza particular en cada época, y observamos que cada siglo se guía, por así decir, de su gracia personal. Igual observación puede aplicarse a las profesiones; cada una extrae su belleza exterior de leyes morales a las que está sometida. En unas, esta belleza se caracterizará por la energía y, en otras, llevará las visibles señales de la ociosidad. Es como el emblema del carácter, el sello de la fatalidad. El militar, tomado en general, posee su belleza; como el dandy -y la mujer galante tienen la suya, de gusto esencialmente diferente. Se encontrará -natural que deje de lado a las profesiones en las que el ejercicio exclusivo y violento deforma los músculos y marca el rostro con la servidumbre. Acostumbrado a las sorpresas, el militar se asombra difícilmente. El signo particular de la belleza será entonces; en este caso, una despreocupación marcial, una mezcla singular de placidez y de audacia; es una belleza que deriva de la necesidad de estar listo para morir en cualquier momento. Pero el rostro del militar ideal deberá estar marcado por una gran sencillez, porque viviendo en común como los monjes y los escolares; acostumbrados o descargarse de las preocupaciones diarias de la vida en una paternidad abstracta, los soldados son muchas cosas tan simples como los niños, y como éstos, habiendo cumplido con el deber son fácilmente divertibles e inclinados a las diversiones violentas. No creo exagerar al afirmar que todas estas consideraciones éticas surgen naturalmente de los croquis y de las acuarelas de G. Ningún tipo de militar falta allí y todos están captados con una especie de alegría entusiasta; el viejo oficial de infantería serio y triste, haciendo sufrir a su caballo con su obesidad; el hermoso oficial de estado mayor, con su talle ajustado, contoneando los hombros; inclinándose sin timidez sobre el sillón de las damas, y que 'visto de espaldas, recuerda a los insectos más esbeltos y elegantes; el zuavo y el francotirador que llevan en su porte un excesivo carácter de audacia e independencia; y algo así como una especie de sentimiento más vivo de responsabilidad personal; la desenvoltura ágil y alegre de la caballería ligera; la fisonomía vagamente profesoral y académica de los cuerpos especiales, como la artillería y los zapadores, a menudo confirmada por él aditamento poco guerrero de los anteojos: ninguno de esos modelos, ninguno de esos matices está descuidado y en cambio están todos reunidos definidos con igual amor y espíritu. Tengo ahora ante mí una de esas composiciones de una fisonomía general verdaderamente heroica; que representa la cabeza de una columna de infantería; tal vez esos hombres regresan de Italia y hacen un alto en los bulevares ante el entusiasmo de la multitud; tal vez acaban de cumplir una larga etapa en las rutas de Lombardía; no lo sé. Lo que es visible, plenamente inteligible, es el carácter firme, audaz, dentro de su tranquilidad, de todos esos rostros bronceados por el sol, la lluvia y el viento.

He aquí bien, clara la uniformidad de expresión creada por la obediencia y los dolores soportados en común; el aire resignado del valor puesto a prueba por prolongadas fatigas. Los pantalones arremangados y aprisionados por las polainas, los capotes ajados por el polvo, levemente descoloridos; en una palabra, todo el equipo ha adquirido la indestructible fisonomía de los seres que regresan de lejos y que han corrido extrañas aventuras. Se diría todos estos hombres están más sólidamente afirmados sobre sus espaldas, serenamente plantados sobre sus pies, que son más aplomados que lo que pueden serlo los demás hombres. Si Charlet, que siempre fue en busca de este género de belleza y que tan a menudo la encontró hubiera visto este dibujo se hubiera sorprendido de manera singular.

lX. El dandy

El hombre rico, ocioso, y que aún hastiado no tiene más ocupación que la de correr a la pesca de la felicidad; el hombre educado en el lujo y acostumbrado desde su juventud a obedecer a otros hombres, aquél, en fin, que no tiene más profesión que la elegancia; gozará siempre, en todos los tiempos de una fisonomía distinta, completamente al margen. El dandysmo es una institución indefinida; original como el duelo; muy antigua, puesto que César, Catilina, Alcibíades, nos han proporcionado tipos brillantes, profesión muy generalizada, ya que Chateaubriand la encontró en las selvas y al borde de los lagos del Nuevo Mundo. El dandysmo, que es una institución extraña a la ley, tiene leyes rigurosas a las que están estrictamente sometidos sus cultivadores, cualquiera sea, por otra parte,'el ardor y la independencia de su carácter. Los novelistas ingleses han cultivado, más que los otros, la novela de la high life, y los franceses que, como De Custine quisieron escribir especialmente novelas de amor, se cuidaron desde el principio, con mucha sensatez, de dotar a sus personajes de fortuna suficientemente grandes como para ser capaces de pagar todas sus fantasías. De inmediato, los liberaron de toda profesión. Estos seres no tienen más estado que el de cultivar la idea de lo bello en su persona, satisfacer sus pasiones, sentir y pensar. La fantasía, reducida al estado de ensoñación pasajera apenas si puede traducirse en acción. Desgraciadamente es muy cierto que sin el dinero el amor no puede ser más que una orgía de plebeyo o el cumplimiento de un deber conyugal. En lugar de capricho ardiente o soñador, se vuelve utilidad repugnante.

Si hablo del amor a propósito del dandysmo, es porque el amor es la ocupación natural de los ociosos. Pero el dandy no apunta al amor como meta especial. Si hablé de dinero, es porque el dinero es indispensable para la gente que hace un culto de sus pasiones; pero el dandy no inspira al dinero como a algo esencial. Podría bastarle un crédito ilimitado. Abandona esa pasión grosera a los vulgares mortales. El dandysmo no es siquiera como muchas personas poco reflexivas parecen creer, un gusto exagerado por el arreglo y la elegancia materiales. Para el perfecto dandy estas cosas no son nada más que un símbolo de la superioridad aristocrática de su espíritu. Conquistado ante todo por la distinción la perfección del arreglo también consiste a sus ojos en la simplicidad absoluta que es, en efecto, la mejor manera de distinguirse. ¿Qué es, entonces, esta pasión que convertida en doctrina ha hecho dominadores adeptos, esta institución no escrita que ha formado una casta tan altanera? Ante todo; es la necesidad ardiente de crearse una originalidad contenida en los límites exteriores de las conveniencias. Es una especie de culto de sí mismo que puede sobrevivir a la búsqueda de la felicidad que está en los otros, en la mujer, por ejemplo; que puede sobrevivir aún a todo lo que se llama ilusiones. Es el placer de asombrar y la orgullosa satisfacción de no asombrarse nunca. El dandy puede ser un hombre hastiado, puede ser un hombre que sufre; pero; en el último caso, sonreirá como el lacedemonio bajo la mordedura del zorro.

Desde ciertos ángulos se ve que el dandysmo linda con el espiritualismo y el estoicismo. Pero un dandy no puede ser jamás un hombre vulgar. Si cometiera un crimen probablemente no estaría decaído; pero si el crimen naciese de un origen trivial, el deshonor sería irreparable. Que el lector no se escandalice por esta gravedad dentro de lo frívolo y recuerde que existe grandeza en todas las locuras, cierto vigor en todos los excesos. ¡Extraño espiritualismo! Para aquellos que en esto son a la vez los sacerdotes y las víctimas, las complicadas condiciones materiales a las que se someten- desde el arreglo irreprochable a toda hora del día y de la noche hasta las expresiones más peligrosas del deporte no son más que una gimnasia capaz de fortificar la voluntad y de disciplinar el espíritu. En verdad, no estuve demasiado errado al considerar al dandysmo como a una especie de religión. La regla monástica más rigurosa, la orden irresistible del Viejo de la Montaña que ordenaba el suicidio a sus discípulos embriagados, no era más despótica ni más obedecida que esta doctrina de la elegancia y la originalidad, que también impone a sus ambiciosos y humildes sectarios; hombres a menudo plenos de ardor, de pasión, de coraje, de energía contenida, la terrible fórmula Perindé ac cadáver.

Ya se hagan llamar refinados, increíbles, bellos, leones o dandys, todos estos hombres provienen de un mismo origen; todos participan del mismo carácter de oposición y de rebeldía; todos son representantes de lo mejor que hay en el orgullo humano, de esa necesidad, muy rara en la gente de hoy, de combatir y destruir la trivialidad. De ahí nace, en los dandys, esa actitud altiva de casta provocadora; aún en su frialdad. El dandysmo aparece sobre todo en épocas de transición en las que la democracia todavía no es todopoderosa, en las que la aristocracia sólo está parcialmente vacilante y envilecida.

En el desconcierto de esas épocas, algunos hombres desubicados, hastiados, ociosos, pero todos ricos en fuerza natural, pueden concebir el proyecto de fundar una nueva forma de aristocracia, mucho más difícil de romper por cuanto estará basada en las facultades más preciosas, más indestructibles, y en los dones celestes que el trabajo y el dinero no pueden otorgar. El dandysmo es el último resplandor de heroísmo en las decadencias; y el tipo del dandy.encontrado por el viajero en América del Norte no encierra de ningún modo esta idea; porque nada inclina a suponer que las tribus que llamamos salvajes sean los restos de grandes civilizaciones desaparecidas. El dandysmo es un sol poniente; como el astro que declina. Es soberbio, no posee calor y está lleno de melancolía pero, por desgracia, la marea creciente de la democracia, que invade todo y que nivela todo, ahoga día a día a esos postreros representantes del orgullo humano y vierte oleadas de olvido sobre los rastros de estos prodigiosos mirmidones. Entre nosotros, los dandys se vuelven cada vez más raros, mientras que entre nuestros vecinos, en Inglaterra el estado social y la constitución (la verdadera constitución, aquélla que se expresa por las costumbres) reservarán un lugar aún por mucho tiempo a los herederos de Sheridan, de Brummel y de Byron, si es que se da el caso de quesean dignos de ellos.

Lo que ha podido parecer al lector una digresión, no lo es en verdad. Las consideraciones y los ensueños éticos que surgen de los dibujos de un artista son, en muchos casos, la mejor traducción que la crítica puede hacer de ello; las sugestiones forman parte de una idea madre y al mostrarías sucesivamente se la puede descubrir. ¿Tengo necesidad de decir que cuando G. dibuja uno de sus dandys en el papel, siempre le da carácter histórico, casi legendario -me atrevería a decir- si no se tratase del tiempo actual y de cosas consideradas generalmente como pasatistas?. Allí está justamente esa frivolidad de movimiento, esa propiedad de maneras, esa simplicidad en el aire de dominio, esa manera de llevar un traje y de conducir un caballo, esas actitudes siempre calmas pero que revelan la fuerza, que nos hacen pensar.

Cuando nuestra mirada descubre a uno de esos seres privilegiados en quienes lo bello y lo terrible se confunden tan misteriosamente: "He aquí tal vez un hombre rico, pero más ciertamente; un Hércules sin empleo". El carácter de belleza del dandy está sobre todo en el aire frío que proviene de la inquebrantable resolución de no ser conmovido, se diría un fuego latente que puede descubrir, que podría, pero que no quiere brillar. Eso es lo que está perfectamente expresado en esas imágenes.

Charles Baudelaire

Le Figaro, noviembre/diciembre 1863

No hay comentarios:

Publicar un comentario

 
Diseño: Mariana Bomba